Como activista y mujer con discapacidad, me he encontrado incontables veces evitando escribir, pronunciar o incluso pensar palabras tan cotidianas como “novio” o “sexo”. Esta evasión no surge de un tabú personal, sino de un estigma social que niega nuestra sexualidad. Hoy quiero compartir mi experiencia para reivindicar que el deseo, el placer y el afecto son indispensables para las personas con discapacidad.
La sexualidad ha sido un tema difícil de abordar, tan complicado que pocas personas se deciden a hablarlo con naturalidad y franqueza. Aunque hemos avanzado en normalizar la sexualidad dentro de la discapacidad, todavía concebimos este tema como algo novedoso, progresista y, en cierto modo, altruista; pero, de fondo, es también una cuestión de justicia erótica pues hemos y seguimos siendo continuamente des-erotizados y nuestra sexualidad, en muchas ocasiones, estigmatizada.
Seguramente se preguntarán a qué palabras me refiero. Pues bien, no son términos extraídos del diccionario más antiguo ni forman parte de un lenguaje desconocido. De hecho, son palabras y expresiones que se utilizan de manera natural en la vida cotidiana. Aquí están las palabras prohibidas por las cuales espero que no se tache de escandaloso este texto: novio, novia o novie; sexo; condones; orgasmo; masturbación; matrimonio; hijos; enamoramiento; deseo; placer; sexy. La lista sería infinita, pero he decidido nombrar las más representativas para mi experiencia.
Probablemente, consideren que es imposible que alguien no escuche estas palabras a lo largo de su vida. Y es cierto, tal vez las escuché, pero nunca las relacioné conmigo ni con mi propia existencia. Los novios eran para otras, el sexo también, los condones no eran necesarios para mí, los orgasmos eran solo preguntas y la masturbación un pecado. Una pareja estable o un matrimonio eran inconcebibles para alguien como yo. Los hijos, aunque no los deseo para mi vida, tampoco los consideré una posibilidad desde mi proyecto de vida ni otros los consideraron como parte de lo que yo podría querer en mi vida. El enamoramiento, tal vez lo experimenté desde un sentimiento no correspondido o como un amor platónico, como si solo un ser casi santificado pudiera fijarse en mi alma, pero no en mi cuerpo. ¿El deseo? ¿Acaso yo podía desear? Ser sexy nunca fue una intención porque esa palabra estaba reservada para las “bonitas”, es decir mujeres que pueden caminar.
La desinformación propia sobre la sexualidad, pero también la de mi círculo cercano, propició que durante muchos años asumiera esos prejuicios como verdades absolutas. El mensaje social solo confirmaba todas esas creencias sobre mí misma, incluso participé activamente en la propagación de esas mismas ideas: las mujeres con discapacidad no tenemos interés sexual o romántico, tampoco nos preocupa si nos vemos bien o mal… o cómo nos vemos en general. No pudo ser de otra manera; ¿Cómo considerar cercano algo que desconocía? ¿Mi cuerpo medicalizado desde que tengo memoria era acaso un cuerpo deseado y no solo curado?
Sin embargo, la vida me ofreció la oportunidad de habitar otros espacios, especialmente espacios académicos alternativos donde las personas cuestionaban esas dinámicas sociales que me habían excluido por años (el patriarcado, el capacitismo, el modelo médico rehabilitador de la discapacidad). Fue así como llegué al activismo por causa propia: me pregunté porqué no podía estar y ser donde otras personas estaban y eran. Noté, con tristeza y enojo, que en los derechos sexuales y reproductivos, así como en la sexualidad en general, apenas se reconocía nuestra presencia. Presencia que hemos reclamado mujeres con discapacidad para que no sea solo el “estado de la persona que se halla delante de otra u otras o en el mismo sitio que ellas” como lo dice la RAE, sino el reconocimiento de nuestras existencias, necesidades y vivencias sexuales, desde nuestros relatos, que seamos quienes activamente participamos de nuestra propia sexualidad.
La Educación Sexual Integral (ESI) llegó a mi vida sin que siquiera supiera qué era. No tuve la oportunidad de conocerla cuando era niña; no tuve acceso a esta información; nunca me vi reflejada en los libros de biología, ni en las capacitaciones cuando fui adolescente, ni en los conversatorios sobre salud sexual, a menos que tuvieran el rótulo de discapacidad. Recuerdo que en alguna ocasión llegué a pensar que probablemente no me llegaría la menstruación, pues consideraba que se trataba de un hecho biológico que marcaría el destino de una mujer para ser madre o no, situación que no me competía; además, constantemente recibía el mismo mensaje despectivo e incómodo sobre el terror de pasar por estos «días rojos».
Ahora entiendo que la educación sexual integral es un proceso continuo de aprendizaje que no solo se relaciona con la reproducción, sino que abarca ejes y cuenta con un perspectiva de género, el respeto por la diversidad, la valoración de la afectividad, el ejercicio de nuestros derechos y el cuidado del cuerpo, entre otros. Éstos se entretejen para abordar dimensiones trascendentales para el desarrollo humano, como la familia y las relaciones, el respeto, el consentimiento y la autonomía corporal, la anatomía y la menstruación. En definitiva, la ESI es una herramienta y una oportunidad poderosa para compartirnos, sentirnos y reconocernos en nuestra humanidad sexual.
Termino este texto con un sentimiento de nostalgia y frustración por no haber vivido la ESI desde niña, por haberme sentido fuera de esas palabras que tanto significaban y que reclamé ya siendo adulta. La ESI debería ser un derecho universal y no una carga desproporcionada para quienes ya enfrentamos diversas barreras. Es esencial que la sociedad reconozca y respete la sexualidad de las personas con discapacidad, pues forma parte integral de nuestra humanidad. La ESI debe ser accesible para todos, todas y todes, promoviendo el respeto y la comprensión mutua.